sábado, abril 15, 2006

Bar, parte uno

Yo tengo dos prototipos del bar ideal...
Uno, el del barrio. El bar de mi barrio: Saavedra.
El café, el feca de la esquina. El que está abierto, salvo los dos o tres días en el año, de lunes a lunes. Es el bar del club de barrio, es el que tiene mesas de billar y en donde se juntan los viejos a jugar al dominó por las tardes. El bar en donde el vendedor ambulante de la sexta edición de Crónica calienta todas las tardes la garganta con una o dos ginebras.
El bar al que nunca entré porque siempre fui muy chico para entrar o muy grande para salir.
Concretamente, y ya entrando en terrenos más profundos y orientados sólo a quien conoce la zona, mi bar de barrio es una mezcla entre "El Sol" y "El Tiburón", dos prototipos disímiles y complementarios.
Lamentablemente en ese bar, no hay mujeres, no hay mujeres solas.Y es que es un bar netamente machista, en donde la mujer sólo entra con su pareja masculina. Ni por error entra una mujer sola: no pasaría de la puerta.
Para que una mujer entre al bar, su pareja debe ser ineludiblemente un habitual parroquiano. Porque si no lo es, el tipo tampoco entra; buscan otro lugar sin cuestionárselo; ni él ni la mina querrían entrar.
Y lo que es peor, terriblemente peor, cuando en el tácito acuerdo al que llega con su acompañante, un paso antes de abrir una de las dos hojas de rancia madera color celeste de la puerta vaivén, la mujer ya conoce fehacientemente su destino. Y hasta el destino inmediato de todos los que adentro estamos.
La mujer sabe, por propia experiencia y por el ambiente que la recibe, que está allí para ser lucida y admirada. Como una joya, como un inalcanzable premio.
Cuando la pareja entra, cuando la puerta suena delatando con su quejar la entrada de alguien, de alguien más, se percibe entonces la presencia femenina al instante, en el acto.
Ella sabe, su hombre sabe, el mozo sabe, nosotros sabemos, todos sabemos que ella misma es un elemento desestabilizador.
La infinitesimal relación de fuerzas invisibles que actúan entre todos los presentes, el equilibrio que juega a no desmoronarse con cada entrada, con cada salida, con cada grito o risotada, se ve directamente amenazado con su presencia.
El aire es el mismo, pero cambia el aire, los habituales murmullos parecieran ser los mismos, pero no lo son.
Cuando ella entra, nuestras sillas se hunden una millonésima de milímetro en el suelo. Y ese movimiento se siente en el cuerpo, en el ambiente, en el humo, en el trago que agotamos, en la baraja que apuramos indebidamente.
Aparece mugre donde antes no la había, las mesas se vuelven pegajosas, los vasos pierden su traslucidez y en los pisos afloran las aureolas de décadas de pisadas y de desganadas limpiezas.
Ella nos delata con un dedo invisible, con una no-mirada, y en su espantosa naturalidad nos acusa de ser lo que efectivamente somos, y en su desdén hacia el resto del mundo, ignorándonos desde su torre de marfil de la mesa cuatro, nos quita todas las ganas de echar una falta envido mentirosa y ganadora, nos despoja descaradamente de toda dignidad, y nos la echa en nuestras propias narices en una milésima de segundo rubricada con un sutil movimiento de cabello.
Entonces, sólo entonces, nos abandona a nuestra suerte de bracitos estirados.
Cruel.
Desnudos en plena calle.
Y luego de todo eso, ya nada más importa.
Nos iremos retirando pesadamente de a uno o en grupo, en silencio, casi sin saludar, con una misma mirada, con la misma mueca, con el mismo ademán que todos comprenden y nadie cuestiona.
Ya no importarán ni las cuarenta, ni las carambolas, ni el fútbol, ni el siete bravo, ni cuántas fichas quedan, ni la cuenta impaga. Cuando ella nos oscurece con su sombra, ni ella misma importa.
Debemos irnos, escapar, liberarnos de esos pesados eslabones hechos de cañas, puchos y anotaciones inútiles.
Buscaremos refugio en el exterior con una fuerza de pez ahogándose en la atmósfera, buscaremos el anonimato más absoluto e inmediato.
Y una vez en plena calle, la vida será otra.